Maestro, ¿cuál es la llave para
la perfección? – le preguntó un discípulo a su maestro.
- La aceptación del presente – le
respondió.
- Pero maestro, el presente no
siempre es positivo.
- Aprende de él.
- A veces no depende de mí aquello
que me pasa – continuó diciendo el chico.
- Pero vives, sientes y piensas
ante cada hecho. Aquello que experimentas te fortalece y te abre las puertas de
un mayor bien.
- ¿Incluso cuando siento dolor
por lo que vivo?
- Entonces es cuando más se te
ofrece la oportunidad de elevar tu alma.
- ¿El sufrir? – interrumpió el
discípulo.
- ¡No, hijo! El darte cuenta que
el sufrimiento que se vive está unido a una parte de ti. Abriendo la puerta de
esta parte, liberarás parte de lo que te aferra a la materia, y entonces tu
espíritu se elevará.
- Entonces ¿es necesario padecer
para la Ascensión?
- Es necesario desapegarte de
todo lo que te rodea y acepta cada presente como un paso más hacia tu
iluminación. En ella verás la Luz de tu ser y el sentido de la Creación
El discípulo quedó un rato
pensativo y a continuación preguntó nuevamente al maestro:
- Maestro, la aceptación,
entonces, ¿es la llave de la felicidad?
- Y el sentir a Dios en ti,
porqué tú eres parte de Él.
- El anciano sabio dio media
vuelta y dejó a su discípulo pensativo con las palabras que acababa de
escuchar.
El chico se quedó quieto durante
un instante. Luego, se sentó en una piedra del jardín en forma de asiento.
Estando allí, reflexionó sobre las palabras de su tutor y se preguntó: ¿cómo
puedo sentir a Dios en mí? A continuación, como si del árbol más próximo
viniese, una voz clara y firme le dijo:
- Siente el amor en ti y abre tu
corazón.
El chico quedó en silencio. Cerró
los ojos y dejó pasar el tiempo.
Por allí pasó nuevamente su
maestro y vio como unas lágrimas resbalaban por la cara de su discípulo.
Por la tarde, se volvieron a
encontrar y el maestro le preguntó:
- Has sentido a Dios en ti ?
- Maestro, después de separarnos
me he puesto a reflexionar sobre lo que me has comentado, y haciéndolo, he oído
una voz que me decía que sintiese a Dios en mi interior. He cerrado los ojos y
he abierto el corazón. Entonces he sentido el amor más puro, fuerte e
incondicional nunca sentido. He visto una Luz que me abrazaba y he sentido
tanta ternura, protección y estima que me he puesto a llorar. Esta Luz me decía
que ella era yo y que nunca he estado solo. No podía dejar de llorar, pero era
un lloro de amor, de alegría, de gozo, no de tristeza. (Después de un silencio,
el chico continuó emocionado hablando al maestro): Yo no era yo. Yo era Dios.
Sentía su fuerza, su paz y una comprensión ilimitada de todo lo creado. Yo era
mucho más que lo que parezco ser. No sé cómo decirlo, maestro, pero era
inmenso, poderoso y una luz serena, amorosa en su estado más puro.
- ¿Qué has aprendido de esta
experiencia?
- Que yo no soy yo y todo está en
su perfecto lugar – le respondió el discípulo.
- ¿Y qué me dices de tu vida? –
preguntó el maestro.
- Yo Soy la vida eterna en
perfecta armonía según la Voluntad Divina.
El maestro sonrió y le dijo:
- Hijo, has abierto tu corazón y
has sentido a Dios en ti. Que tus pasos recuerden en todo momento, que cada
paso dado te llevarán a ti, vivas lo que vivas.
Y dejó solo al chico. El joven le
hizo una sonrisa, dio media vuelta y se fue contento, sabiendo que lo que le
había pasado le había regalado una nueva vida a partir de ahora.
El maestro se giró y vio una gran
Luz radiante que rodeaba al chico lleno de vitalidad y con ansias de aprender.
Seres amorosos le rodeaban en su caminar alegre y juvenil.